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LA MANZANA


Pausadamente, me dirijo hacia la vaguada,  intentando contener la agitación.
Miro a las dos lucecitas que hay sobre mi cabeza: El Dios de la guerra y la Diosa del amor, sobre el saliente espesor de la noche...
-          A ver si me dais suerte - les pido con un susurro.
“ Venus y Marte relucían, saludándose, anunciando el alba, regocijándose consigo mismos, desde el comienzo de la eternidad...”
Camino muy despacio, atento a cada paso. Hay la suficiente claridad como para no provocar un crujido inoportuno. Después de dos días, tengo en mi cabeza todas las bañas, los rascaderos, las veredas y hozaduras que emplea...sus huellas, sus excrecencias.
Un macho grande, sin duda.
Y cada vez hace más frío.
“Entumecido, continuó su andadura. Desde el inicio de la noche acechaba. Paso a paso. Poco a poco. Una criatura de la montaña, meciéndose en la oscuridad.”
Parece que empieza a clarear”.
Por el rabillo del ojo, compruebo el catavientos adherido al Browning. Sigue todavía en su sitio. Rodeo unos matorrales demasiado densos para atravesarlos sin montar un escándalo y entro en el Barranco del Diablo.



La garganta de piedra me hace mirar hacia arriba, una vez mas, con la boca abierta.
“Salvaje, primitiva.  La arruga inmemorial dejaba discurrir a sus pies un retazo de agua, un hilillo de vida, rodeado de más vida. Una grieta en el tiempo hacia las mismísimas entrañas de la tierra.”
- ¡ Grrrruuuuffff !
El sonido hace que me envare, tieso como un palo. Casi puedo oír la adrenalina entrar como una locomotora en mis venas.
“¡Esta ahí!”
Los siguientes minutos son sólo atención pura. Tengo que intentar localizarlo para decidir el siguiente movimiento.
Intento tragar saliva, pero no puedo. Mi lengua se ha convertido en algo pastoso que estorba entre los dientes
Dejo el Browning, en el suelo, lentamente. Me empiezo a quitar las botas, como si conmigo no fuera la cosa.  El corazón me late como nunca. El golpeteo desbocado..., el estómago hecho un guiñapo...
Me siento condenadamente... ¿vivo?
“Era esa una situación quizás extraña, curiosa, pero no ajena. Reconocía en ella a una vieja amiga que nunca había olvidado.”
Saco los escarpines de neopreno de la riñonera y  me los pongo. Diez milímetros de material extra poroso para acercarme con el mayor sigilo posible.
Cartografío mentalmente la zona. Sus querencias, las rutas que el bicho, a través del sotobosque, puede escoger para huir si barrunta algo.
El dinero gastado... el equipo..., tres noches de frio helador... Pero ahora no hay que pensar en todo eso.
Concentración, concentración, concentración.
Recojo mi arma con suavidad y me incorporo. Escojo la zona derecha del arroyo. Me voy a acercar a la primera charca, la baña que hace suya al despuntar el día.
- ¡ Grrrruuuufffff !
Me vuelvo a envarar de nuevo. ¿Cincuenta? ¿Cien metros? La ropa, que hasta ahora me impedía moverme con soltura, parece bailar libremente como si hubiera  algo resbaladizo entre ella y yo. Pese al intenso frío, sudo como un poseso.
“Fue entonces cuando algo se quebró en su interior:. Lo vió.”
Despacio, casi reptando, intento que mi mirada traspase un grupo de arbustos para ver sin ser visto, para... ¡Cristo! :
 A unos ochenta metros. Es enorme. Negro. Peludo. Arando el suelo con su hocico y echándose al buche todo lo que pilla por delante.
“Cercano, grande, oscuro, vivo...  arrebatador. Hollando el suelo con sus fauces. Esclavo de un ritual ancestral que solo él parecía entender.”
Esta claro. Lo más inteligente será cruzar el arroyo y situarme en la otra parte, donde las matas  me ayudarán con los metros finales. Es de esperar que el jabalí aparecerá por el mismo sitio...
“ Si vuelve a aparecer”
Cruzo el río, ahogando un gemido de dolor cuando miles de agujas de agua helada atraviesan el neopreno, clavándose en tobillos, talones, dedos, debajo de las uñas...
En la otra orilla arcillosa me arrodillo, apretando los dientes, conteniendo el dolor. Reviso mecánicamente el catavientos. La brisa está a mi favor: Una térmica constante en dirección e intensidad baja a lo largo de la garganta
Sólo un susurro, que acaricia los árboles.
Y el rumor del agua. Nada más.
“La saeta negra...Cérea. Lúbrica. Mortífera como un áspid.”
Me quedo ensimismado por un momento, mirando sin saber porqué la punta de caza. Veo dos hipotenusas de acero sueco. Tensas. Rígidas. Afiladas como una navaja de barbero. En su superficie bruñida, titilan dos luceros del alba, devolviéndome un saludo.
“Algo hallábase de mágico y a la vez terrible en ella. La esbeltez de su cuerpo... El metal reluciente... Su finalidad misma.”
Monto la cola de la flecha en la cuerda de teflón. Dispararé arrodillado. No hay problema, lo he hecho mil veces en el campo de tiro.
 Pero allí no me temblaron las manos.
El carbono negro se apoya en el clicker con un golpeteo sordo. Mi mano derecha se agita con vida propia, descontrolada.
Ahí está otra vez.
“Trotaba gozoso, rebosante de vida. En él no habían fisuras, ni tampoco espacios que albergaren dudas. Pero en su simplicidad había también belleza. Llevaba dentro la muerte, como afirmación de la vida, como compañera en el  mismo viaje.”
El vello de la nuca se me eriza al ver los descomunales punzones de marfil. Oigo dentro de mi cabeza un extraño gorgoteo. Sibilante. Reptiliano. Sólo habrá un disparo. Uno solo. Y en el sitio.
Como leyendo mis pensamientos el gorrino gira sobre sí mismo y desaparece entre el matorral.
 “¡No…Ahora no! “
“Tranquilo, tranquilo… todavía está ahí”
Le oigo excavar el suelo con fruición.
Veo un árbol, inclinado tortuosamente, que me podrá servir como apoyo para preparar el tiro. Me dejará en los treinta metros ideales para los que tengo regulado el visor. La postura será un tanto extraña, inclinado en un estirado escorzo.
De cuclillas me arrastro cinco metros en el más absoluto silencio. Un minuto de espera. El viento sigue a  mi favor.
Cinco metros más. Otro minuto. Diez metros más y estaré en posición.
Pienso sin saber porqué, en lo subjetivo que es el concepto del tiempo, en la facilidad con que a veces se nos escurre de entre las manos, en...
-          ¡Buuffffff!
“Salió de la espesura como furia de los dioses, exhalando aire, ahincando sus pezuñas en la arcilla y encaminose hacia él, haciendo estallar el agua muerta en miles de estrellas que brillaban con las primeras luces del día.”
“¿Qué demonios hace”
El sudor corre por la frente, debajo del pasamontañas, metiéndose entre los párpados pese a apretarlos como si me fuera la vida en ello. Mis corneas chillan, irritadas por las sales. Me siento como un globo inflado a punto de estallar, paralizado al verlo acercarse.
“Por un momento yació como parte de lo que le rodeaba, sin respirar, sin moverse... Acaso no existía diferencia alguna entre aquellos seres. Agua... arcilla... bosque... animal... hombre.” 
 “ ¡Está jugando…! “
Recupero el control poco a poco, junto  con mi corazón que anda desbocado. Me invade la lógica y me ruborizo ligeramente, avergonzado. Es imposible con el viento a mi favor, que me haya venteado. Además me he ido desplazando en el mayor de los sigilos. Ningún crack, ningún frruzzz, ningún  clink... Y de vista estos animales no andaban muy sobrados.
“Jugando. Estaba jugando. Jugando en los Campos del Señor.”
Cinco metros más. Otro minuto. Cinco metros más. Otro minuto.
En cuanto asome tras las jaras, tendré un buen blanco. Me incorporo y me pego como una lapa al tronco inclinado.
“Y entonces volvió a mostrarse. Minotauro en su laberinto. Poderoso, terrible. Bello.”
Alzo el brazo, muy, muy despacio. La mano derecha va a buscar a su compañera, casi parece saber lo que hace. Coge la cuerda con índice corazón y anular, entre la última de sus articulaciones.
 “ ¡Ahora ¡”
Hay poco tiempo para apuntar y controlar la suelta. La mano izquierda convertida en una horquilla que apenas roza la empuñadura del arco. El punto de boca en la comisura de los labios.
Brazos, torso y arco. Todos uno.
Alineándose con diópter, alza, los dos ojos...
Y un cuerpo negruzco, de telón de fondo.
Justo encima de los cuartos delanteros...
“Lo tengo”.
“Extendió los dedos con dulzura, acariciando la cuerda, antes de escupir un salivazo oscuro como la muerte.”
Sin música, sin trompetas, sin violines, el arco impulsa a la flecha de carbono y acero con setenta y cinco libras de potencia. Oigo el latigueo de la cuerda, el siseo venenoso del dardo y un pequeño gemido parecido a una exclamación de sorpresa.
“Lo tengo”.
Pongo en marcha el cronógrafo en la muñeca izquierda. Treinta minutos. Hay que esperar. Malheridos pueden ser peligrosos. Guardo el pasamontañas, disponiéndome a saltar al menor indicio de peligro.
 Percibo mis jadeos, mi respiración, mis pensamientos... Intento serenarme.
Cinco minutos. Sigue sin oírse nada.
Recuerdos... imágenes... viejos relatos de pueblos ya extinguidos. Animales detrás de otro animal. Esfuerzo, sudor, sangre, vida... Antes de desollarlo le daban las gracias a la naturaleza y pedían perdón al animal que habían tenido que matar para comer.
Pudieron habernos enseñado mucho sobre la espiritualidad del hombre.
¿O no?
“¡Que más da!”
 No queda ninguno. Y tampoco hay que ser tan románticos. Por aquel entonces, morían como moscas por las hambrunas y el frío.
Diez minutos. Silencio.
La memoria se empeña en hacerme compañía, trayendo de sus rincones la noche aquella en la que al calor  de un hogar, un viejo cazador que no dejaba de alimentar la lumbre, me explicó su visión del universo.
“No hay Dios hijo, ni Demonio. Ni bueno, ni malo. Solo tres cosas, carne, espíritu, que no se pegan hijo, como aceite y agua... y una tercera: La magia del hombre que las remueve, que disuelve lo que no se puede disolver, hijo, sin rencor hacia una u otra, sino orgullo por sentirse hombres, por poder hacerlo sin más, hijo.”
¿No será  lo que entendemos por Dios, esa magia común a todo ser vivo que nos entrelaza, que une lo irreconciliable por definición? Ramificándose como las raíces de un árbol para llegar al tronco...
“¡ Vete imaginación mía, vete!”
Formas parte de mí... Pero ahora no te quiero. ¡Vete!
Veinte minutos. Nada.
Cruzo el arroyo otra vez, expectante. No noto las agujas. Al llegar a la otra orilla, entre las matas, veo la sangre y las huellas del animal. Un poco más allá, al pie de aquellas, esta la Easton de grafito negro clavada en el suelo, salpicada de rojo.
“El áspid negro semejaba un saludo, mostrando a los dioses del amanecer, naciendo de la misma tierra húmeda y fresca, de las mismas profundidades que la arruga de piedra, la que todo envolvía.”
“Lo... , lo... , lo ha atravesado limpiamente…”
- ¡ BIP ! ¡ BIP ! ¡ BIP ! ¡ BIP ! - El corazón me da un vuelco. Es el cronógrafo
Treinta minutos. Maldigo mi estupidez y lo paro.
Al atravesar la vegetación, casi me tropiezo con el jabalí, en el suelo en medio de un charco carmesí, muerto casi en el acto. Seguramente el pobre bicho ni siquiera supo nunca lo  que pasó.
“No oyó nada, no olió nada, no sintió nada. Sólo murió.”
Tengo un acceso de algo parecido a una leve náusea
Que triviales parecen ahora las necesidades impuestas, los problemas del día a día, el trabajo...
Que poca cosa parecen cuando ves a la vida y a la muerte solas, cara a cara...
La sangre, los estertores, los escalofríos...
 Que superfluas parecen todas ellas viendo la existencia huir como un suspiro.
¡ Que tontería parecen ¡
Actúo sin darme cuenta, como si fuese otro el que esta haciendo todo esto. Pero al mismo tiempo, lo noto todo desesperadamente real, intenso, casi como si tuviese sabor.
Me pongo de rodillas y cojo uno de sus cuartos traseros dejando la panza al descubierto, con el cuchillo plano de desollar en la otra mano.
“Y entonces, Venus y Marte, condescendientes, compasivos con su semejante, manifestáronse de nuevo en un filo plateado. Ellos, a través de ese gélido momento que precede al amanecer, parecían exigir una respuesta.”
“ Gracias” - les digo entornando los ojos – “Muchas gracias. A los dos.”
El relente muerde en mis nudillos con fuerza, obligándome a abrir y cerrar las manos, para evitar la perdida de sensibilidad. Sopeso después el cuchillo con la palma de la mano, mirando a la presa que acabo de matar... Lo vuelvo a hacer,  elevándolo y dejándolo caer suavemente, una vez tras otra.
Tengo que abrirlo en canal y dejar vísceras y testículos a un lado, para que la carne no coja mal sabor, limpiándolo de tripas con mucho cuidado, sin que  se desparrame ningún humor indeseable.
 Le ato las patas traseras con un par de cabos e intento izarlo a una rama cercana.
Pesa del Demonio...
Voy a necesitar la ayuda del guardés de la finca. Estoy extenuado. Además, no sé por qué, pero me apetece la compañía de este hombre. No me irá mal para celebrarlo. Me resulta agradable. Es tan... sencillo.
                                                        ******
En el interior de la vieja cabaña de piedra y barro, prácticamente en ruinas y abandonada, escuché el zumbido del transmisor mientras removía las brasas atizando mi fuego. Recordaba las horas, las jornadas, los fríos, recorriendo mi barranco avistando bañas, rascaderos, comederos y camadas. Siguiendo rastros y veredas. Enseñando, mostrando...
Sonó el pitido intermitente del transmisor. Apenas había estática y la recepción era nítida. Se podía distinguir claramente su respiración agitada, su cansancio. Pero había algo más.
- Luis, Luis, ¿me oye?. Cambio.
- Aquí Luis. Alto y claro. Cambio.
- Lo tengo. Lo tengo. Cambio
- Enhorabuena. Se lo ha ganado usted. Con este relente... Cambio.
- Necesito su ayuda. Pesa una tonelada. Cambio.
- ¿Dónde está usted? Cambio.
- En el Barranco del Diablo. Casi al final de la garganta. Estoy a la vista. Cambio.
- En menos de una hora estoy allí. ¿Cómo se encuentra? Cambio.
- ...
- ¿Me oye usted? ¿ Cómo se encuentra? Cambio.
- Mmm..., como Eva al morder La Manzana: Mejor que nunca. Cambio.
- Voy para allá. Cambio y cierro.
No pude reprimir una sonrisa amarga mientras echaba otro tronco al fuego...

“Sí. Así era...
Porque mientras alimentaba el fuego que nunca dejaba extinguir, aquel que siempre alumbraba, yo, Luis Cifre, sonreía.
Sonreía y recordaba. Recordaba aquellos tiempos, ya lejanos, casi perdidos en mi olvido y en el de los hombres. Ahora tenía que ocultarme y habíame ya mostrado en diversas formas... Acompañaba al hombre en su ciega desventura, preso como estaba del sueño de un Dios loco.
Seguiría así hasta el final de los tiempos. Hasta que pudiese vencer a ese jugador enfermado por lanzar los dados una y otra vez.
 Quizá el hombre despertare entonces y lo llamare para sí y para sus hermanos. Para Venus. Y para Marte. Y para los demás. Quizá algún día todo cambie y vuelva a su verdadero origen. Yo esperaré. Como esperan las estrellas a la noche, para poder mostrar su hermosura.
Quizá ese día, a mí, a Luis Cifre, también llamado Belial, también llamado Baal-Zebud, también llamado Iblis, también llamado por Señor de la Oscuridad, y conocido en infinitas voces, se me permita salir de mi escondrijo, para compartir con El Hombre y con el resto de los Hermanos lo que nos pertenece, lo que siempre fue verdaderamente nuestro.
 Para guiarles como siempre lo hice, como  así lo dice  mi verdadero nombre.
 Lucifer: El Portador de Luz. El hijo de la Aurora.”

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