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La herencia (I)

Con incredulidad y mala leche salió el chaval de la notaría: sus planes no habían ido como él esperaba.
Nacho, pues así se llamaba, se había vestido de traje y corbata. Con la carpeta de cuero debajo del brazo, asemejaba uno de aquellos ejecutivos agresivos de los ochenta.
Al verse de esa guisa, en el reflejo de un escaparate, su enfadó se acrecentó aún más... y le dió una patada a una lata que se le puso por enmedio.
Horas antes, muy ufano, había salido de su casa con la idea de recibir una gran suma como herencia por la muerte de su abuelo. De hecho, Nacho siempre fué el "favorito" de entre otros ocho nietos.
El caso es que el hombre se enfadó mucho cuando el díscolo joven abandonó sus estudios y se dedicó a vivir del cuento. Su abuelo siempre mantuvo que era el más inteligente de toda la familia y que no se esforzaba. Para el difunto siempre fué un brillante en bruto y sin pulir.
Pero en estos momentos, lo que más fastidio le causaba al muchacho era tener que decir a sus amigos que la juerga brutal que tenían pensado correrse en Ibiza, no se haría por falta de medios económicos. Aquella "fiesta del siglo" que tenían planeada para gastarse hasta el último céntimo no se iba a celebrar. Le había salido el tiro por la culata.
Aún resonaban en su cabeza las palabras del notario, con un atisbo de solemnidad:
-"A mi nieto Nacho le dejó la posesión más querida que tengo..."
Las voces de sus amigos le sacaron de sus pensamientos. Había entrado en el bar que frecuentaban casi por casualidad, mecánicamente, sin darse cuenta.


 -Bueno qué... ¿Sacamos los billetes de avión y las reservas del hotel?-le preguntó con sorna un pelirrojo desde la barra.
-Lo siento no hay dinero.-contestó derrotado, mientras hacía una seña al camarero.
-Pues estamos apañaos... ¡Voy a devolver la camisa hawaiana, aún no le he quitado la etiqueta!-refunfuñaba el más alto del grupo.
-¡No reneguéis que quien más ha salido perdiendo soy yo!- les decía Nacho mientras vaciaba el sobre de azúcar en el café.
Una hora después -y todavía con el disgusto- estaba plantado delante de aquella fachada gris. Un lugar sobre el que -en esos momentos- se preguntaba la de veces que habría pasado por allí en su vida. Siempre fijándose tan solo en aquélla moto roja: Una Montesa Impala que siempre estuvo aparcada en la puerta.
Nunca se había parado a contemplar el cartel hecho a mano con gran belleza plástica y cierto sabor de antaño: "Moto-Recambios y Rectificados Brío" -rezaba en aquel panel.
Y ahora todo aquello parecía que le pertenecía, de alguna forma.
Puesto que el notario le había dado un sobre lacrado que no debía abrir... hasta entregárselo al responsable del lugar.
De lo contrario, se anularía la donación del bien inmediatamente. Y él lo perdería todo.
Si. Era suyo.Aunque con alguna condición oculta. Su abuelo era así.
Nacho, haciendo acopio de valor, entró en el establecimiento. Nada mas hacerlo, le pareció atravesar una burbuja temporal. Y no solo porque le atraparon todas aquellas las sensaciones visuales.
Había mas. Un olor agradable que le traía recuerdos de su niñez.
Y aquella vieja música de fondo.
Tenía la extraña sensación de haber estado allí antes. Pero no lo recordaba.
Las paredes estaban llenas de... de.. de fotos, pósters, calendarios y toda clase de objetos relacionados con las dos ruedas. Tanto que hacían difícil adivinar el color con el que estaban pintadas.
Un poco más adentro, un mostrador de madera con una pequeña multitud de paquetes hacía de parapeto natural, para separar un poblado almacén y una pequeña oficina de la cual salió una chica con gafas.
Nacho le preguntó por el jefe, esta -sin darle mucha importancia ni prestarle mucha atención- señaló a su izquierda, hacía una puerta que servía de acceso al taller.
En la puerta, otro cartel con letras similares al que vió en la calle, también hecho a mano, prohibía el paso a personas ajenas a él.
Por un segundo Nacho se quedó parado. Pero la la chica con gafas, sin mirarle siquiera, le dijo que entrase.
El taller... el taller era otro mundo dentro de aquel.
Al acceder con algo de cautela -y cierto temor- algo ocurrió en su interior. Algo se le apareció de repente y le vino a la cabeza la palabra epifanía.
El espacio era una estancia forrada de azulejos,  no muy grandes.
Azulejos blancos y negros que formaban un clásico endamado, como un tablero de ajedrez, pero que recordaban -sin lugar a dudas- la bandera de final de carrera.
A cada lado del espacio, un elevador sostenía una moto en reparación.
En la zona izquierda,  una que debía de ser de carreras.
Y enfrente una muy antigua que parecía estar en proceso de rehabilitación.
Enfrente y con muy buena disposición, una panoplia con toda clase de cuidadas herramientas colgaba de la pared. Debajo un banco de trabajo con múltiples piezas y útiles mantenían ocupado a un chico con el mono grasiento.
Mas allá, en un rincón, a la izquierda, un torno y un taladro de columna tenían allí sus dominios.
Trasteando junto a torno y taladro, estaba la persona con la que Nacho supuso que debía hablar.
"Un señor mayor" pensó el joven. El jefe.
Nacho, permaneció de pié, en silencio, embelesado, contemplando cada detalle de cuanto había a su alrededor.
Como los mecánicos -por el ruido del torno- no repararon en su presencia, mantuvieron la atención a su trabajo, lo cual Nacho agradeció, pues siguió contemplando aquel lugar. Con placer.
Por fin el "señor mayor" se giró y le vio allí plantado.
Tras apagar las máquinas y limpiarse las manos en un sucio trapo se acercó a él.
Y en ese preciso momento, arrancó el calderín del compresor.
Nacho saludó al "señor mayor" pero sus palabras se perdieron en aquel ruido infernal.
Sintiéndose estúpido, miró a los ojos pardos del jefe del taller.
Este le invitó a salir y pasaron al despacho que había en la tienda.
Una vez dentro, Nacho, tras un escueto "hola" seguido por su nombre como una presentación frugal le entregó el sobre amarillo con un lacre de cera rojo.
Al coger el sobre, aquel mecánico, miró de nuevo atentamente a Nacho, como sabiendo perfectamente lo que estaba pasando.
Y acto seguido, se sentó... y suspiró profundamente.

La herencia (y II)


© by Ramón Parreño.

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